los ojos de todos, incluso a mis propios ojos, con la masa an´onima, la desdicha de losotros entr´o en mi carne y en mi alma. Nada me separaba de ella, pues hab´ıa olvidadorealmente mi pasado y no esperaba ning´un futuro, pudiendo dif´ıcilmente imaginar laposibilidad de sobrevivir a aquellas fatigas. Lo que all´ı sufr´ı me marc´o de tal formaque, todav´ıa hoy, cuando un ser humano, quienquiera que sea y en no importaqu´e circunstancia, me habla sin brutalidad, no puedo evitar la impresi´on de quedebe haber un error y que, sin duda, ese error va desgraciadamente a disiparse. Herecibido para siempre la marca de la esclavitud como la marca de hierro candente quelos romanos pon´ıan en la frente de sus esclavos m´as despreciados. Desde entonces,me he considerado siempre una esclava.Con este estado de ´animo y en unas condiciones f´ısicas miserables, llegu´e a esepeque˜no pueblo portugu´es, que era igualmente miserable, sola, por la noche, bajola luna llena, el d´ıa de la fiesta patronal. El pueblo estaba al borde del mar. Lasmujeres de los pescadores caminaban en procesi´on junto a las barcas; portaban ciriosy entonaban c´anticos, sin duda muy antiguos, de una tristeza desgarradora. Nadapodr´ıa dar una idea de aquello, jam´as he o´ıdo algo tan conmovedor, salvo el cantode los sirgadores del Volga. All´ı tuve de repente la certeza de que el cristianismoera por excelencia la religi´on de los esclavos, de que los esclavos no pod´ıan dejar deadherirse a ella, y yo entre ellos.En 1937 pas´e en As´ıs dos d´ıas maravillosos. All´ı, sola en la peque˜na capillarom´anica del siglo XII de Santa Maria degli Angeli, incomparable maravilla de pu-reza, donde tan a menudo rez´o san Francisco, algo m´as fuerte que yo me oblig´o, por
vez primera en mi vida, a ponerme de rodillas.En 1938 pas´e diez d´ıas en Solesmes, del domingo de Ramos al martes de Pascua,siguiendo los oficios. Ten´ıa intensos dolores de cabeza y cada sonido me da˜nabacomo si fuera un golpe; un esfuerzo extremo de atenci´on me permit´ıa salir de estacarne miserable, dejarla sufrir sola, abandonada en su rinc´on, y encontrar una alegr´ıapura y perfecta en la ins´olita belleza del canto y las palabras. Esta experiencia mepermiti´o comprender mejor, por analog´ıa, la posibilidad de amar el amor divino atrav´es de la desdicha. Evidentemente, en el transcurso de estos oficios, el pensamientode la pasi´on de Cristo entr´o en m´ı de una vez y para siempre.Se encontraba all´ı un joven cat´olico ingl´es que me transmiti´o por vez primera laidea de la virtud sobrenatural de los sacramentos, mediante el resplandor verdadera-mente ang´elico de que parec´ıa revestido despu´es de haber comulgado. El azar —puessiempre he preferido decir azar y no providencia— hizo que aquel joven resultarapara m´ı un verdadero mensajero. Me dio a conocer la existencia de los llamados poe-tas metaf´ısicos de la Inglaterra del siglo XVII y, m´as tarde, ley´endolos, descubr´ı elpoema del que ya le le´ı una traducci´on, por desgracia muy insuficiente, y que llevapor t´ıtulo
Amor
. Lo he aprendido de memoria y a menudo, en el momento culmi-nante de las violentas crisis de dolor de cabeza, me he dedicado a recitarlo poniendoen ´el toda mi atenci´on y abriendo mi alma a la ternura que encierra. Cre´ıa repetirlosolamente como se repite un hermoso poema, pero, sin que yo lo supiera, esa reci-taci´on ten´ıa la virtud de una oraci´on. Fue en el curso de una de esas recitaciones,como ya le he narrado, cuando Cristo mismo descendi´o y me tom´o.4
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